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¿Por qué es importante corregir nuestros textos?



Acaso sea necesario una precisión inicial: escribir es lo más barato y fácil del mundo, un lápiz y unos cuantos papeles son suficientes; escribir bien, es otra cosa. Stevenson, uno de los grandes autores de todos los tiempos, dejó esta frase para la historia: "el artista debe escribir mucho y omitir más". Es sabido que todo autor, nada más concluir su relato (a veces tras somera relectura del mismo), sueña verlo publicado, si es en una editorial de relumbrón, mejor; pero la mayor parte de las veces los fatigosos envíos a diferentes sellos terminan con la carta acostumbrada que finaliza más o menos así: agradecemos su interés en nuestra editorial, pero su novela no se adapta a nuestro catálogo. Esperamos poder colaborar con Vd. en otro momento, etc. etc. Fíjense en la perífrasis verbal al final del texto: pura engañifa para hacer menos amargo el doloroso trance de beber el jarabe del fracaso.


Pero lo habitual consiste en entregar (en ocasiones inflingir) la lectura de nuestro original a un familiar, a un amigo de confianza; incluso a un conocido. Es una pésima decisión: si la persona en cuestión carece de lecturas suficientes, igual envía el fruto de tantas horas de esfuerzo a los profundos infiernos. Hace años una culta latiniparla condenó una novela bastante buena porque en su docta opinión “El primer capítulo estaba desubicado”; contrariamente (y por iguales motivos), quizá ensalce la novela como obra digna de cualquier aprecio. Juzgue el lector el craso error que comete por mucho que sea un error repetido. Ya lo dijo Pushkin, en La Hija del Capitán: "Es sabido que los autores, con el pretexto de pedir consejo, buscan un oyente benévolo".


Insistimos en la necesidad de mantener la calma y el pulso, tanto en el proceso de la escritura como una vez concluido. En cierta ocasión afirmó Francisco Umbral, que lo importante de una novela es la colocación de los materiales narrativos. Quizá tuviera razón, sin profundizar en qué cosas son los dichosos materiales narrativos, sí queremos llevar al ánimo de los autores noveles que lean este texto, la necesidad de proceder con método. La novela es fabulación, ciertamente, pero exige determinar el orden de aparición de las imágenes, es decir, del relato. Piensen, cuando comiencen a escribir, en las palabras de W. Somerst: "Las personas sensatas no leen una novela como si fuera una obligación. La leen para divertirse". Y para lograr que el lector se abstraiga en lo que contamos hay que escribir lo mejor posible, mimando nuestras expresiones, la correcta puntuación y el orden (insistimos en el orden) de los hechos que deseamos contar.

Para ello es fundamental disponer un guión. Primero la idea pura, esa que, repentinamente, llegó durante el sueño, un paseo o en un momento indefinible. A esta idea recién nacida hay que dotar de huesos, músculos, sangre y sentimientos. Consiste en partir de un esqueleto narrativo (perdón por la frase) para llegar a un texto que pueda valerse por sí mismo.


Una vez terminado el guión (sin prisas, hay que pulirlo), se perfeccionan sus apartados uno a uno, es decir, se escribe la historia que deseábamos contar. Que nadie piense que escribir consiste en unir unas cuantas palabras, un centón de frases grandilocuentes recibidas a través de sabios tertulianos que igual pontifican sobre el arte de hacer un café con gotas, que de las dolorosas almorranas de Napoleón Bonaparte; escribir, consiste, en la facultad de exponer correctamente las ideas, huyendo, como de la peste, de las frases hechas, de los tópicos, de esas muletillas admisibles en la conversación coloquial, pero que, en el papel, demuestran el vacío mental de quien las utiliza. Es un hábito execrable, por más que cierto novelista (por suerte casi olvidado) despachara una novela de trescientas páginas con novecientas ochenta y cuatro frases hechas, una genialidad.


Nos equivocamos pensando que determinados autores lograron una novela magistral al primer intento. Hay alguno, se admite, pero son los menos y aún así, antes de concluir la novela en cuestión, se habían batido el cobre como periodistas, aun en las más humildes labores de los diarios en los que trabajaron. Además, todos, sin excepción, eran grandes lectores. En muchos casos lectores precoces. Desgraciadamente hay quienes consideran que se puede escribir sin lecturas. La piedad (y el buen sentido) obliga a silenciar el nombre de una eminencia actual quien, en una tarde de café y tabaco, sostuvo, irritado (hoy se diría superirritado) que un escritor no necesita leer, sólo escribir. Olvidaba este grande de España (literario, se entiende) la imperiosa necesidad de leer, "la lectura, es siempre una suerte de escritura", afirma Harold Bloom en su espléndido y voluminoso Canon Occidental. No hay mejor y más sincera recomendación a quienes tienen, sienten, padecen el veneno de la escritura: leer, leer sin tino ni medida. Cervantes dijo que incluso leía los papeles viejos que se encontraba en el suelo, así tropezó con Cide Hamete Benengeli, ¿Lo recuerdan? El traductor al castellano aljamiado de un supuesto manuscrito arábigo que contiene la novela de don Quijote desde la aventura del vizcaino.


Sigamos con el proceso creador: una vez terminada la novela es conveniente aplicar la costumbre del cajón, también llamada ley de los siete meses. Como habrán comprendido los más perspicaces, consiste en guardar la novela un tiempo, dejar que amaine la tormenta mental formada por deseos y esperanzas, para someterla a un lectura fría, tranquila y objetiva. Permitan la expresión: implacable. Debemos ser nuestros críticos más feroces. "La corrección (en el sentido más elevado de la palabra) obra con el pensamiento lo que obraron las aguas de la Estigia con el cuerpo de Aquiles: lo hacen invulnerable e indestructible”, Sentencia Flaubert. Una novela se viene abajo, se desmorona como un edificio mal construido, por una mala puntuación, por la torpe reiteración de una frase que, a fuerza de repetida, termina cansando, "Ningún hierro puede penetrar en el corazón humano de manera tan estremecedora y gélida como un punto puesto a destiempo", dice Isaac Bábel en Caballería Roja.


Hay quienes se inscriben en los llamados cursos de escritura creativa. Lean atentamente, por favor: cursos de escritura creativa. Como si fuera posible escribir sin ser creativo; en caso contrario hablaríamos de cursos de dictado presencial o por correspondencia. La mayoría adolecen de iguales defectos; olvidan, sin embargo, lo básico: enseñar el manejo del idioma en el que harán la novela. Explicar la diferencia entre el indicativo y el subjuntivo, la necesidad de no confundir el potencial con el futuro, la existencia de superlativos sin necesidad del prefijo super, tan monstruosamente repetido, porque en castellano disponemos del sufijo –ísimo, -ísima; la obligación (sí, obligación), de conocer, al menos conocer, las normas ortográficas, la necesidad de utilizar acentos, el empleo correcto de lo signos de puntuación que no se deben utilizar a voleo; sería deseable conocer las diferencias entre oraciones coordinadas y subordinadas y su función en la narración. Es una labor previa, pero necesaria para no empobrecer un buen original con faltas de ortografía inadmisibles esperando que la editorial disponga de correctores para limpiar el texto. No es así, hay escritos que no admiten más corrección que la papelera y el olvido. Quizá la idea original fuera buena, incluso excelente, pero su desarrollo destrozó el relato que, seguramente, merecía. No lo olviden: se deben cuidar las palabras y la disposición de las frases. Hay que repasar hasta la extenuación.


De aquí se deduce el último y más importante consejo: escriban. No dejen pasar ni un día sin escribir, aunque sea un diario personal, pero escriban. "La ficción es para el hombre adulto lo que el juego para el niño". Sí. De nuevo Stevenson, siempre Stevenson.

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